miércoles, 16 de septiembre de 2009

Una tarde de té



El la cree aplastada y fría. Ella es tremenda y orgiástica. Se desencadena.
El hombre tiene miedo.

Cesare Pavese, El oficio de vivir, el oficio de poeta






Llamé a la puerta de una típica casita americana del gran Buenos Aires. Me atendió la señora de Ruso. Hija única, sola en la vida y en el mundo entero. Despreciada por ser y haber sido mala, por haberse burlado de los hijos “con problemas” de las madres del barrio. Solterona, jamás le habían conocido hombre o mujer, pero sí se sentaba en la puerta varias horas a observar los movimientos del barrio.
Me invitó a pasar a su casa.
Adentro había unos muebles de roble hermosísimos y viejos. La casa parecía sin embargo deshabitada. Pensé que ese era el efecto que tenían las casas al ser habitadas por personas: malas, viejas, miserables, y flacas.
Tenía como cuatro piezas al divino botón, con las camas hechas como esperando a un invitado inexistente. Una de las camas tenía unos muñecos grotescos, que debían ser de la década de sesenta. A uno pude identificarlo como el topo yiyo, los demás me eran desconocidos, si supe que parecían sacados de una pesadilla o una película de terror.
Había sobre un estante unos caracoles que yo le había vendido años antes, en la vuelta de una de mis vacaciones a la costa. Me acuerdo que me había dado sólo veinte centavos miserables, que a mí me parecieron un millón de pesos.
La señora de Ruso puso la pava para hacer el té. Al ver sus tasas envueltas en un lirismo de polvo y años, me dio un escalofrío y un poco de asco. Después abrió la puerta de chapa que conducía al patio. Y ahí me llevé una sorpresa. Yo desconocía el parque de la señora de Ruso, pero interpretaba que su patio se parecía al mío, por estar ubicado casi al lado de mi casa. Esto era un error, porque el patio de la vieja era imposiblemente extenso. Me miró como comprendiendo lo que pensaba. Salimos afuera, y mis ojos no podían siquiera ver el final de su patio. Las ligustrinas dibujaban formas como en los castillos, y las flores se extendían aquí y allá salvajes y enormes, atrás se podía ver una especie de bosque con árboles frutales y magnolias. –Esto es hermoso –le comenté-.
Dispuso la mesa afuera y el aire me comenzó a envolver con un dulzor. De repente comenzaron a llegar picaflores en una cantidad desmesurada (nunca había visto a tantos juntos). La vieja soltó una risa que me dio ganas de irme. Pero no lo hice. El parque era íntimamente atrayente, como imposible requería que alguien se encontrara allí para admirarlo. De una de las ventanas que daba al parque empezó a sonar sola la canción Le bleu de tes Yeux, entonada por Piaf y Aznavour. Sentí que iba a desfallecer de alucinación. Y creo que la presión me bajó súbitamente, porque de repente perdí conciencia de mí. Me desmayé y me desperté en una fracción de segundos. Cuando lo hice, tenía una presión en los labios, abrí los ojos y ahí estaba la Señora de Ruso: besándome desfachatadamente.
Se que corrí hasta la puerta chocándome con los muebles y tirando todo lo que se interponía en mi camino. Abrí la puerta de calle y me marché. No le conté a nadie lo sucedido, y poco después la Señora de Ruso falleció de vieja. A la casa la tiraron abajo para construir uno de esos edificios nuevos, y claro, me acerqué para ver si el parque de la vieja estaba ahí tal como lo había visto. Mi desconcierto fue haber encontrado un patiecito igual o más chico que el mío, con el suelo de losa y con una pared medianera que lo enfrentaba a la casa de la vuelta.

lunes, 7 de septiembre de 2009



La Bestia en su casa



Está lloviendo y es mejor que pronto coloque en cada gotera del techo, algo, para que el piso de madera no se moje devuelta y en consecuencia se ponga verde y se pudra. Es invencible el hecho de que llueva en mi cara, y que me hipnoticen las paredes color gris, que eran de un geriátrico, que eran de un asilo. Nadie tuvo el valor de pintarles encima.


¿Qué me ponga a pensar cuanta gente murió entre estas paredes? ¿Y si alguien se acuerda de ellos? ¿O de mí?
Y voy descubriendo, soy la conquistadora de mi casa, hasta el punto de notar cada vez, más goteras nuevas. Entonces voy a usar las ollas, las tacitas, los cuencos de la sopa. Desenterrando una sinfonía de agua.

Estoy buscando un libro color blanco –no se de que era-, sé que tenía unas fotos muy impresionables. Lo sé. La casa va desapareciendo. No estoy en ella. Entonces no llueve.

Voy mascando un chicle. Puse un disco para que me venga a buscar el mago de la música.

Y si es esta, la última oportunidad que tengo de decir, tengo que aclararles que nunca es suficiente, que me siento dominada por una presión milenaria e infernal.

En el momento de quedarme sola, golpean la puerta.