El uso impertinente (la canción que se llevó al abuelo).
Yo uso las cosas al menos tres veces. La primera es el tacto (tan afilado para nuestros días). La segunda vez es como un ir y un volver, me vuelvo gato chico, no paro de saltar y de agarrarme de todo lo que se balancea. En la tercera corro entonces corro, con tanta velocidad como puedo. Un hombre me indica la salida o se la indica a sí mismo, queriendo dar los pasos al revés, y yo digo que me tapo la boca porque el hombre ese ha tomado demasiado, su sudoración huele a bebida blanca (inconfundible su balanceo que no es casualidad). A veces el alcohol me recuerda a las castañas, otras al botiquín de los licores y la mayor parte de las veces a mi querido abuelo, no tan querido pero si temido. Mi madre me dejaba en sus brazos casi todos los días. Yo tendría al menos dos o tres años para recordar que en sus faldas no todo era amor incondicional. Era un amor pesado, duro como un fierro y yo entendí después con mucho esfuerzo porque siempre me pareció loco que un hombre senil se excitara con una criatura tan chica y tan inocente. Mi pierna sentía lo duro y sus brazos eran como los de un parásito que me absorbía y se apoderaba de mi. Más de eso no teníamos, y pronto mi madre se dio cuenta de la incomodidad que me producía sentarme en aquellas faldas, pero no lo supo del todo. Entonces la complicidad se hallaba entre nosotros dos, abuelo y nieta con un secreto que tragaríamos para siempre.
Ella (la madre) nunca entendió que un hombre es un hombre. El hombre por el hombre mismo y me dolió saber que nunca le interesó entender. Tal vez porque el abuelo-padre le hacía lo mismo, tal vez mi madre quiso dejarme de herencia la suya, aquel órgano que iba creciendo en su pierna hasta hacérmelo notar con toda seguridad. Un hombre no es un abuelo y un abuelo es un hombre. Ese señor que nunca se animó a expresar su predilección del todo (las niñas con bucles y sonrisas edulcoradas). Las niñas mozas con vestidos de volados y calzas y zapatos con hebilla. Los hombres que son hombres, la asquerosidad del tacto que no se debe hacer, la pierna trémula, la sangre caliente, las manos que ahorcan, el hombre con aliento a bebida blanca, la salida, ay, el grito, deseo gritar, gritar, gritar para siempre.
Yo uso las cosas al menos tres veces. La primera es el tacto (tan afilado para nuestros días). La segunda vez es como un ir y un volver, me vuelvo gato chico, no paro de saltar y de agarrarme de todo lo que se balancea. En la tercera corro entonces corro, con tanta velocidad como puedo. Un hombre me indica la salida o se la indica a sí mismo, queriendo dar los pasos al revés, y yo digo que me tapo la boca porque el hombre ese ha tomado demasiado, su sudoración huele a bebida blanca (inconfundible su balanceo que no es casualidad). A veces el alcohol me recuerda a las castañas, otras al botiquín de los licores y la mayor parte de las veces a mi querido abuelo, no tan querido pero si temido. Mi madre me dejaba en sus brazos casi todos los días. Yo tendría al menos dos o tres años para recordar que en sus faldas no todo era amor incondicional. Era un amor pesado, duro como un fierro y yo entendí después con mucho esfuerzo porque siempre me pareció loco que un hombre senil se excitara con una criatura tan chica y tan inocente. Mi pierna sentía lo duro y sus brazos eran como los de un parásito que me absorbía y se apoderaba de mi. Más de eso no teníamos, y pronto mi madre se dio cuenta de la incomodidad que me producía sentarme en aquellas faldas, pero no lo supo del todo. Entonces la complicidad se hallaba entre nosotros dos, abuelo y nieta con un secreto que tragaríamos para siempre.
Ella (la madre) nunca entendió que un hombre es un hombre. El hombre por el hombre mismo y me dolió saber que nunca le interesó entender. Tal vez porque el abuelo-padre le hacía lo mismo, tal vez mi madre quiso dejarme de herencia la suya, aquel órgano que iba creciendo en su pierna hasta hacérmelo notar con toda seguridad. Un hombre no es un abuelo y un abuelo es un hombre. Ese señor que nunca se animó a expresar su predilección del todo (las niñas con bucles y sonrisas edulcoradas). Las niñas mozas con vestidos de volados y calzas y zapatos con hebilla. Los hombres que son hombres, la asquerosidad del tacto que no se debe hacer, la pierna trémula, la sangre caliente, las manos que ahorcan, el hombre con aliento a bebida blanca, la salida, ay, el grito, deseo gritar, gritar, gritar para siempre.
1 comentario:
No es comestible.
Indigesta.
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