Cuando éramos muertos, no sobraba nada. Nos paseábamos por los corredores blancos y desde atrás de los árboles de manzanas sonaba una música clara. Cuando éramos vivos moríamos todo el tiempo, como cerdos que se sacrificaban.
¿Era suficiente?
-ella –dijo-.
Mirábamos al gato bailar la tarantela arriba del pilar de la luz. Marianita se peinaba los rulos. Había un perro vestido de tul. Mi tía fumaba y tejía al mismo tiempo, ella lo hacía posible, lo demás era mentira.
Cuando éramos muertos sufríamos como los vivos, pero no queríamos volver a estar vivos. Cuando estábamos vivos anhelábamos estar muertos. Siempre uno desea mentiras.
Marianita a las 6 de la tarde se disfrazaba de beatle.
Cuando estábamos vivos mi tía un día murió, quedaron sus agujas, Marianita se fumó sus cigarrillos:
–Lo que alguien deja inconcluso, lo tiene que tomar el otro –dijo-.
No sé. Estábamos muertos y queríamos ser nadie. Queremos ser nada. Es como si los pensamientos y la voz viniera de afuera y lo atravesaran a uno. No somos lo que hablamos. No hablamos lo que somos. Esto es viejo. Marianita dijo:
-Vi a una virgen montada en un burro volando por las nubes.
Le creí. Le creí años. Hasta que un día me encontré con un libro que contaba una historia parecida. Ahora sé que se lo había copiado de ahí. Después de todo, siempre nos estamos copiando. Cuando volvía a contar la historia delante de la gente, yo me callaba la boca para satisfacerla. Uno siempre hace algunas cositas por amor (algunas).
Marianita siempre quería jugar a que era Ringo. ¡Yo quería ser Ringo! –No, tonta no puede haber dos Ringos, podés ser Paul.
¿Por qué no podía haber dos?
¿Por qué no podía haber, dos, tres, treinta Ringos? ¿Qué tenía de malo? ¿Por qué ella sola tenía derecho a ser Ringo?
¿Porqué yo quería ser Ringo y no otro?
En definitiva uno es una maquina de desear lo de otro. Y ahora que somos nada, me quede con las ganas.