miércoles, 15 de octubre de 2008







Dylan Thomas: Un sábado caluroso (Fragmento de Retrato de un Artista Cachorro)









Al pasar junto al reloj floral, en el Jardín de la Reina Victoria, gruñó. -¿Qué puede hacer ahora un imbécil? -dijo en voz alta, haciendo que una mujer joven que estaba sentada en un banco frente al mingitorio de mayólica blanca se sonriera, bajando su novela. Tenía el cabello castaño peinado en alto, a la moda antigua, bucles sueltos y un rodete, y de allí salía una blanca rosa Woolworth que se doblaba hacia abajo, tocándole la oreja. Llevaba un vestido blanco con una flor de papel rojo pinchada en su pecho y anillos y brazaletes que provenían de algún kiosco de feria. Los ojos eran pequeños y muy verdes. El muchacho anotó, cuidadosa y fríamente en una sola mirada, todos los raros detalles de su aspecto. Ern la certeza tranquila, impávida, de su apostura ante su mirada escrutadora; la seguridad de su sonrisa y la actitud de su cabeza; esa suavidad, esa extraña rareza que la defendía de todo mal encuentro, de toda mirada invitante, lo que le hizo temblar los dedos. Aunque su vestido era largo y el cuello alto, lo mismo podía estar desnuda allí, en la playa, su sonrisa confesaba que su cuerpo estaba desnudo, inmaculado, deseoso, tibio bajo la tela, y que ella esperaba, inocente. "Que hermosa es -pensó, puesta su mente en las palabras y los ojos en su cabello y en su piel blanca y roja-, qué hermosamente me espera, aunque no sabe que me espera, y jamás podré decírselo." Se había detenido y la miraba fijamente. Como una niña confiada ante una cámara, así estaba ella sentada y sonriente con las manos entrelazadas, la cabeza ligeramente inclinada, de modo que la rosa le tocaba el cuello. Aceptaba su admiración. Aquella muchacha, de entre un millón, se apoderaba de su larga mirada y acariciaba su amor estúpido. Le entraron mosquitos en la boca. Y siguió su marcha rápida, vergonzosamente. A las puertas del jardín se volvió para verla por última vez. Su brusca y torpe partida le había hecho perder la calma, y ella lo miraba fijamente, confusa. Había alzado una mano, como para pedirle que volviera. El volvía la esquina y oyó la voz de ella- llamándole por su nombre -cien nombres que eran su nombre-, por encima de las paredes cubiertas de plantas ¿Y qué podía hacer un imbécil aterrorizado y loco de amor?, preguntó silenciosamente a su propia figura reflejada en el espejo deformante del salón Victoria, que estaba vacío. Su cara simiesca, fláccida, con la palabra cerveza escrita sobre la frente, le devolvió una rota mueca de desdén.

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